Palabras, palabras...

Palabras, palabras...
Dibujo; César González Páez.

martes, 27 de julio de 2010

Presidente por un día

César González Páez

En un libro de relatos del escritor norteamericano John Steinbeck, titulado Las praderas del cielo, en donde se cuentan anécdotas que suceden en un pequeño poblado, suceden hechos llamativos. Este autor siempre hurgó historias de personajes, muy descriptivos como reales, que para sobrevivir dependían de lo que producía la tierra. Una de esas historias, siempre está en mi memoria, se trata y habla de un hombre común, trabajador rural, que un día se encuentra con una gitana que le adivina la suerte y le asegura que llegará a ser presidente de Estados Unidos. Ese hecho fortuito, esta afirmación espontánea en la ingenua mente del hombre comienza a tener efecto y se evidencia en que ya su comportamiento es distinto. Y comienza a plantearse a sí mismo cómo va a hacer esto o aquello, no queda bien que un futuro presidente haga ciertos trabajos menores y la gracia de la historia está en esos cambios que se producen en el protagonista.

Volviendo a la vida real hemos notado que cuando cualquier persona común accede a un cargo de importancia, comienza a transformarse, y parece ineludible, en algunos de estos personajes, que se conviertan como por arte de magia: en un jefe déspota, un farandulero o fiestero, un figuretti y, no digan que se transforma en un holgazán, sino alguien que delega generosamente trabajo para que hagan otros. Pero mejor demos rienda suelta a la imaginación, que es generosa en vaticinios como la gitana de Steinbeck: ¿Se imagina ser presidente por un día? Qué cambios radicales introduciría en la sociedad en tan poco tiempo. ¿Se animaría con los anunciados cambios? ¿Sacaría a los indigentes de las plazas con la prepotencia que tienen los que, en un mundo perfecto, de verdad solucionan los problemas y no generan resistencia? Cuando se accede a un cargo de importancia cualquier persona, llámese ella o él, el elegido se hace más visible y cuando más expuesto se está en el cargo de imporancia comienzan a aparecer los defectos y los errores del pasado. Supongamos que si le dieran el timón del país por un día, ¿traería a su artista favorito para un recital al aire libre y democráticamente gratuito en el día más frío y húmedo del año? ¿Se dedicaría a pasear en moto? ¿O hurgaría en la historia para comparar sus errores con los de otros y así minimizarlos? La importancia de ser presidente, por un día, radica en poner en marcha las ruedas de la honestidad en ese corto tiempo y dividir las veinticuatro horas del día en tantos aciertos como sea posible, una hora al campo, otra a los problemas étnicos, a la educación, a la justicia, al divertimento –que oxigena el espíritu- y así sucesivamente mejorar las cosas en cada estrato que, como todos sabemos, en su conjunto hacen funcionar un Estado. Habría que ser un poco ingenuo, como el habitante de Las praderas del cielo y cambiar automáticamente de actitud según la importancia del cargo. Pensar un poco en cómo un presidente se va a comportar así, digamos en forma dubitativa, dejando vencer los plazos de la paciencia de muchos, haciendo la vista gorda a necesidades urgentes. Como se ve, ese día será el más apremiante de su vida, porque tendrá la responsabilidad de ser alguien que cambie muchas cosas, ponga en su lugar o enderece otras, individualice a los que ponen palos en la rueda y en especial a los que te dicen por donde no tenías que pasar después que caíste en la trampa. Agendar que los números coincidan con la realidad del país cuando se habla de economía, vigilar que las arcas de los funcionarios no se llenen de privilegios. Es una tarea muy dura ser presidente por un día y , de hacerlo mal, puede recibir como castigo que ese día dure cuatro años. Ah y no se olvide, la receta 'pan y circo' funciona desde hace siglos.

martes, 6 de julio de 2010

Señales en el aire

Libro: Luna de menta, de César González Páez
Asunción, Paraguay, 2005



Por Marta Bruno
Crítica literaria
(desde Córdoba, Argentina)

Es sin duda el tiempo un motivo central en el nuevo libro de César González Páez, esta vez consagrado a la poesía. Ya el título del primer poema (“Sólo permanecer”) sumerge al lector en una dimensión temporal, que se mantendrá a lo largo de casi todo el volumen. El tiempo o las alusiones al tiempo, emergen intermitentemente; aparecen y desaparecen, como el propio tiempo. Y esta dinámica crea precisamente un ritmo que consolida la estructura de la obra.
Ritmo que se da en las ideas, más que en la sonoridad de las palabras. Como aquellas huellas que deja sobre la arena, y que el mar no borra, inexplicablemente.
“Me desconcierta verlas/ intactas en la bruma/ del día que se inicia” (….), se lee en “Rastros” adonde también anota: “Siento como si las horas/ hubiesen perdonado el rastro/ y pudiera desandar esos pasos./ Acaso sentir un pasado intacto,/casto de toda insensatez/ en el que nunca naufragué.”
El tiempo aparece en el “añejo vino” del “Menú” de los ángeles; en “las horas” que son “tiernas amigas” o cuando traza “una línea entre el ayer y el ahora” en “La espera”. De ahí son las “noches largas” y el invierno que llega “cargado de estrellas frías”.
Es interesante el juego entre el dormir y la vigilia en el poema “Sueño”, adonde dice: “tarda una vida el despertar”. “Habré sabido, en serio, soñar? ¿En qué extremo ilusorio dejé la vigilia?/Porque voy por un claro de sueño/ y tarda una vida el despertar” (final última estrofa). Asimismo, en el de la página 25 (Invisible), donde aparece la INFANCIA , que es otro de los temas recurrentes en el libro, se representa al tiempo en la figura de un niño con máscara de adulto. Como diría Saint-Exupery, en la dedicatoria de su inefable Principito, “todos hemos sido niños antes, pero pocos lo recuerdan”.
Cadenciosamente, sube y baja el tiempo hacia la superficie de las páginas, en forma literal (“los años de hacen los tontos”, “el tiempo se vuelve inconsistente”) o metafórica (“y la juventud se atrincheró/en su nido de canas.”).
Sin embargo, no por ser central el motivo del tiempo, tiene que ser el más importante. Tal vez bajo su ala se encuentre la expresión de la filosofía del poeta. En este sentido, es posible detectar a veces cierta incertidumbre, un vago desconcierto, que el autor hace sentir a veces con una sensación de entrega inevitable, de desesperanza, y otras veces, en cambio, con la sensación opuesta: la esperanza, el asombro, las certezas. Asimismo, practica la ironía y una suerte de rebelión contra el orden convencional, que no sirve (cuando las flores brotaron en el pavimento, “algunos ciudadanos se alarmaron y decretaron ilegal la alegría de las plantas”).
El título del libro trae un aire bondadoso porque evoca el bello perfume de la menta. Si además ese aroma tiene forma de luna, hay allí una convocatoria a la poesía plena, de hoy y de siempre. Hay también mucha claridad y por eso el libro se lee con gusto.
Y así se van encontrando verdaderos hallazgos (como cuando de golpe alude a una “distracción” del tiempo: “La eternidad es ese instante/ en que el tiempo se distrae/ deshojando el pétalo del día/ sabiendo que el mañana es suyo”), a la par que la alabanza a las cosas más humildes. ¿Cómo es esto último? Veamos.
“Una pluma cae leve y cenicienta en una charca de agua turbia”. El poeta la recoge y la devuelve al cielo desde su reflejo en el agua. Con metáforas perfectas, nombra a la margarita (“artesana de la sonrisa”)o personaliza al lápiz en la oreja del verdulero. Además, es “dueño de vastas/extensiones de deseos”.
En el entretejido de las pequeñas cosas, el tiempo o la infancia, el autor va desgranando entonces sus reflexiones filosóficas, a las que aludíamos más arriba y que adquieren forma específica cuando, a la manera de haikus, inserta sus aforismos a los que él llama “Anclajes” y numera.
La atmósfera existencial de este poemario alterna con los dibujos del propio González Páez, autor también del diseño de tapa. Si el lector se ha sumergido en él y en la dimensión de la que hablábamos al principio, sentirá llegar con nitidez estas “señales en el aire” .