Palabras, palabras...

Palabras, palabras...
Dibujo; César González Páez.

martes, 19 de junio de 2012

Táctica

Yo sé perfectamente bien que no te avienes a mis cuentos,
ni te seducen mis arranques de imaginación.
Tú eres la mirada lenta que estudia el intento, mides cada gota que te anima a hacer algo y analizas si eso está bien,
si cumple los requisitos de la buena costumbre de vivir. Te duele lo imprevisto, esa es la verdad. No te avienes a mis delirios, palabra que usas para mis improvisaciones de vivir. Y, en el fondo, me parece bien que te salves. 
El no arriesgarse a nada es saludable, hay una estrategia hasta el no ser.  Eso de mirar el mundo. como si estuviéramos pintados y no tuviéramos la culpa de nada. 

La aventura de editar



Lanzar un libro es como echar al mar una botella con un mensaje. Ahora, intentar de saber quiénes y cómo leerán ese mensaje que jamás podrá ser previsto. Las interpretaciones y la valoración de lo escrito quedará en manos de remotos lectores.
Pasarán las páginas por diversos estados de ánimos, por marcadas indiferencias, por las frías estanterías de las bibliotecas que no visita nadie o en anaqueles familiares, en el alud de novedades que nos dispensa el universo informático,   mientras el tiempo hace su trabajo que es transcurrir.
Sin embargo el mensaje estará siempre allí, porque ha sido publicado, seguirá  -como aquella remota botella literaria, navegando por martes de curiosidad, buscando su oportuno momento. Porque todo lo escrito tiene su presente que se hace a golpes de lectura, abriéndose paso en las miradas de los que no le importa nada.
Por este motivo, jamás un libro editado, un texto puesto en el aire de las nuevas tecnologías, estará de más, aunque pasen años de silencio y se demore en sedimentar en la memoria de los pueblos y del preciado lector. Allí estará cómo un testigo que editó un espacio de tiempo, un fragmento de su verdad.
Los textos editados es un año, hacen una montaña de cifras, fáciles de comprobar con apoyo de la matemática. Lo que nunca se podrá decir es sobre cómo, cuándo y dónde la lectura cambiará una vida, alumbrará un destino, brindará consuelo o conocimientos perdurables.Ese riesgo que comporta llegar a todos los que leen, hacen que la literatura valga el sacrificio de ponerse a escribir.   

C.G.P.

Posiblemente sea verdad...






Las leyendas suelen contarnos hechos que nos ayudan a superarnos como este ejemplo, de gente que se libera poco a poco de las cosas terrenales, con la idea que nada nos llevamos de este mundo cuando la canción de la vida termina. Lo cual no deja de ser una infalible verdad.


Como la memoria se me extravía en el tiempo, esta anécdota podría ser de origen árabe, chino o japonés, pero sé que es oriental. Donde, al parecer abundaban monjes errantes que, con esa concepción de la vida: ‘Que nada material hay detrás de esa cortina que llamamos existencia’, no servía de nada acumular fortunas. Por eso, en sus peregrinajes, se iban desprendiendo de las pertenencias materiales, a las que consideraban inútiles.


Esta quimera habla de un monje que seguía esa filosofía y al que solo le quedaba, atado al cinturón, su jarro como única pertenencia. Era su orgullo el pensar, que ni siquiera perder ese cuenco, cambiaría su vida, ni sentiría pesar por ello. Como una clara evidencia que había llegado a superar la principal debilidad de la humanidad, que era acumular tesoros, se acercaba a un estado superior al común de los hombres


Al llegar a un río observó detenidamente a un hombre humilde que bebía agua haciendo un hueco con su mano, ellas le servían de recipiente natural para saciar su sed. No lo pensó dos veces e inmediatamente el monje comprendió que llevaba en su cintura un objeto inútil, la taza. Por tal motivo la tiró a un profundo pozo. Ahora sí se sentía completamente liberado de los objetos terrenales. Era libre porque nada material le ataba a este mundo y, que más se podía pedir…


Un poco más allá, al llegar a un templo, el ermitaño vio que el hombre humilde, que antes había visto beber agua en el río, resulta que sí tenía una taza. Y advirtió que había muchos hambrientos esperando con su pocillo en mano, un caldo caliente y sabroso que daban al mediodia los religiosos a los vagabundos.


El errante extrañó su cuenco y ese día se quedó sin comer, por no tener la taza que él menospreció. Sus manos se escaldarían con la sopa caliente. Y advirtió, sólo entonces lo supo, que hay que desprenderse de las cosas de este mundo pero no de las esenciales que animan la subsistencia.


Dicen que comenzó a trabajar en una herrería con la finalidad de ganar ese dinero que le permitiría comprar una taza. Cuando lo logró y volvió por una ración, el templo se había convertido en un centro comercial, y se cobraba por todo lo que se daba. Presuroso, descubrió que no podría sobrevivir sin dinero y, por tal motivo, volvió a la herrería antes que lo despidieran. La moraleja es simple: Somos tan humanos que, a veces, las teorías se nos vienen abajo con el temporal de la realidad.




                                                                                                                                        César.