César González Páez
En un libro de relatos del escritor norteamericano John Steinbeck, titulado Las praderas del cielo, en donde se cuentan anécdotas que suceden en un pequeño poblado, suceden hechos llamativos. Este autor siempre hurgó historias de personajes, muy descriptivos como reales, que para sobrevivir dependían de lo que producía la tierra. Una de esas historias, siempre está en mi memoria, se trata y habla de un hombre común, trabajador rural, que un día se encuentra con una gitana que le adivina la suerte y le asegura que llegará a ser presidente de Estados Unidos. Ese hecho fortuito, esta afirmación espontánea en la ingenua mente del hombre comienza a tener efecto y se evidencia en que ya su comportamiento es distinto. Y comienza a plantearse a sí mismo cómo va a hacer esto o aquello, no queda bien que un futuro presidente haga ciertos trabajos menores y la gracia de la historia está en esos cambios que se producen en el protagonista.
Volviendo a la vida real hemos notado que cuando cualquier persona común accede a un cargo de importancia, comienza a transformarse, y parece ineludible, en algunos de estos personajes, que se conviertan como por arte de magia: en un jefe déspota, un farandulero o fiestero, un figuretti y, no digan que se transforma en un holgazán, sino alguien que delega generosamente trabajo para que hagan otros. Pero mejor demos rienda suelta a la imaginación, que es generosa en vaticinios como la gitana de Steinbeck: ¿Se imagina ser presidente por un día? Qué cambios radicales introduciría en la sociedad en tan poco tiempo. ¿Se animaría con los anunciados cambios? ¿Sacaría a los indigentes de las plazas con la prepotencia que tienen los que, en un mundo perfecto, de verdad solucionan los problemas y no generan resistencia? Cuando se accede a un cargo de importancia cualquier persona, llámese ella o él, el elegido se hace más visible y cuando más expuesto se está en el cargo de imporancia comienzan a aparecer los defectos y los errores del pasado. Supongamos que si le dieran el timón del país por un día, ¿traería a su artista favorito para un recital al aire libre y democráticamente gratuito en el día más frío y húmedo del año? ¿Se dedicaría a pasear en moto? ¿O hurgaría en la historia para comparar sus errores con los de otros y así minimizarlos? La importancia de ser presidente, por un día, radica en poner en marcha las ruedas de la honestidad en ese corto tiempo y dividir las veinticuatro horas del día en tantos aciertos como sea posible, una hora al campo, otra a los problemas étnicos, a la educación, a la justicia, al divertimento –que oxigena el espíritu- y así sucesivamente mejorar las cosas en cada estrato que, como todos sabemos, en su conjunto hacen funcionar un Estado. Habría que ser un poco ingenuo, como el habitante de Las praderas del cielo y cambiar automáticamente de actitud según la importancia del cargo. Pensar un poco en cómo un presidente se va a comportar así, digamos en forma dubitativa, dejando vencer los plazos de la paciencia de muchos, haciendo la vista gorda a necesidades urgentes. Como se ve, ese día será el más apremiante de su vida, porque tendrá la responsabilidad de ser alguien que cambie muchas cosas, ponga en su lugar o enderece otras, individualice a los que ponen palos en la rueda y en especial a los que te dicen por donde no tenías que pasar después que caíste en la trampa. Agendar que los números coincidan con la realidad del país cuando se habla de economía, vigilar que las arcas de los funcionarios no se llenen de privilegios. Es una tarea muy dura ser presidente por un día y , de hacerlo mal, puede recibir como castigo que ese día dure cuatro años. Ah y no se olvide, la receta 'pan y circo' funciona desde hace siglos.