Una historia
de inspiración
César González Páez
aporcesar@gmail.com
Charles Chaplin es conocido por su personaje Charlot, o Carlitos, y la historia de cómo nació ese pintoresco personaje que ha hecho reír a muchas generaciones conlleve tal vez una lección de vida. Y es que siempre hay que insistir en lo que uno cree, valorar el talento que se tiene para sacarle el mejor provecho. Cuando hablamos de este actor nos remontamos a principios del siglo pasado, cuando el cine estaba en su naciente apogeo y este inglés desconocido cuando llegó a Norteamérica fue contratado por un estudio cinematográfico para ser sencillamente un extra al alcance de la mano. Hacía lo que se le pedía y agregaba gestos y muecas de su invención, pero las escenas era eliminadas en la edición final de las películas. Los filmes por entonces apuntaban a comedias entendibles y graciosas, donde los gestos eran el valor más agregado del producto puesto que los filmes eran mudos. Y allí estaba Chaplin en su modesto empleo ocupando diversos papeles de ocasión,
Sin embargo no desistió ni se desanimó, aunque reconocía que medía su entusiasmo y esperanza si un productor lo miraba o sonreía. Había que insistir pues muchas veces los realizadores ni siquiera lo miraban como si se tratase de un elemento más en el decorado o una utilería del set.
Cuenta que un día se estaba filmando una película graciosa, debía serlo pero a criterio del director, faltaba algo para una escena. Un productor le ordenó a Chaplin que se vistiera con lo que encontrara e hiciera algo frente a cámaras, algo gracioso de alguien que pasa por una calle. Eso era todo, pues como dije era un extra, se vistió con esa ropa estrafalaria que después sería su distintivo. Al comenzar esa escena se puso a improvisar gestos y a haciendo girar un bastón mientras caminaba.
Por primera vez lograría arrancar una espontánea sonrisa en el set y haciendo para al director que comenzó al sacudirse de la risa. Pero ¿quién era ese personaje inventado por Chaplin o, mejor dicho, cómo lo veía él en el mundo? Su explicación fue ésta: “Este personaje es polifacético. Es un vagabundo, un caballero, un poeta un soñador, un solitario que siempre tiene ansias de romance y aventuras”. Chaplin estaba construyendo ese personaje y se animó a completarlo allí mismo: “Les hará creer que es un científico, un músico, un duque o un jugador de polo. Sin embargo no es capaz de recoger colillas de cigarrillos ni de robarle a un bebé su caramelo. Pero por supuesto si la ocasión así lo exige, puede llegar a pegarle una patada al trasero de una dama, pero sólo en un caso de furia incontenible”.
En aquellos tiempos una comedia la duración se medía por metro, tres era lo acostumbrado para cada película, y Chaplin con sus monerías había alcanzado veinte metros de cinta y allí comenzó todo su éxito. Ocurrió en contrapartida lo que le sucede a muchos actores, de tanto ponerse el disfraz de vagabundo, comenzó a creer que era un personaje de verdad y que, ése protagonista era el que inventaba todo.
Había adquirido tal confianza en sí mismo ese personaje que terminó construyéndolo a él, usándolo para hacer sus disparates, incluso sorprendiéndolo a él mismo cuando en una escena que está en una cabaña en medio de la nieve, en La quimera del oro, hierve y se come el cordón de sus botines. Había llegado lejos ese personaje que hacía lo que quería usándolo a Chaplin.
Todo comenzó con un sueño, el vasto sueño que cualquier ser humano se traza para llegar a ser un buen actor, un buen político, un buen médico, deportista o lo que fuere. Lo importante es creer en uno mismo y comenzar construir el futuro con el abono de la paciencia, con la creencia de sus sueños y con la convicción que todo puede ser posible, que en el momento menos pensado llega la oportunidad y que las velas del éxito hay que saber abrirlas cuando hay viento a favor.