Palabras, palabras...

Palabras, palabras...
Dibujo; César González Páez.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Comentario II

Un comentario del periodista Antonio Carmona sobre los libros de César González Páez Sombra de boleros, cuentos y el nuevo poemario: Anclajes.


                                                                 De boleros, cuentos

                                                                 y anclas que vuelan



Por Antonio Carmona



Recuerdo todavía la llamada de Jesús Ruiz Nestosa para preguntarme si conocía a César Gonzalez Páez, a quien el jurado del Concurso del Centenario le había dado el premio, por el cuento El libro de las artes imposibles; estaba sorprendido, maravillado y compartimos ese descubrimiento.



César, cordobés de Cosquín, capital musical, y no lo reseño gratuitamente, se había incorporado hacía ya un tiempo a Ultima Hora, pero no era tan conocido en el ámbito intelectual local. Hoy se lo conoce más, pese a que trata siempre de pasar desapercibido.



El relato se incorporó a su libro Concierto de cuentos, que como escribí en aquel entonces, era un desconcierto de relatos que, justamente, resultaban mágicamente absurdos, ¿acaso el arte de Bach no era el desconcierto, la fuga permanente, un tratado vital de cada día sobre las “artes imposibles”?

Y esa fue la imagen que tuve de ese cuento y de ese concierto, la fantasía del artificio de los contrapuntos, haciendo derivar las variaciones por mares impensables.



Después me sorprendió con Jarabe de cuentos, jarabe, brebaje, poción que tiene magia y embriaga, que desconcierta y sorprende, como el ancestral Centinela de Piedra, que emerge de las profundidades, convidado a una cita con los vivos como testigo de causa, o el Discurso cervantino, en el que el ganador del Premio Cervantes en el año 2025, en vez de ofrecer un discurso, más o menos largo y sesudo, dijo una sola frase “Ay, Don Quijote, más veces citado que leído!”



Y el majestuoso claustro de Alcalá de Henares, sin ceñirse a la lógica ceremonial, aceptó que tan breve discurso invitaba a disfrutar del brindis, considerando que el propio Cervantes lo hubiera aplaudido.



“El bolero tiene una brújula imantada a la tristeza”, escribe en Sombra de boleros, y es cierto; lo que me lleva a otra fuga, aquél otro canto narrativo, que dice que “la tristeza no tiene fin, la felicidad, sí”.



Y a la historia de la canción. Toda canción cuenta una historia, y más generalmente triste que alegre, lo que se patentiza claramente en el tango argentino o en la copla española o en la polka paraguaya, por poner ejemplos de cantares bien cuenteros, como tantos otros.



Pero es una historia que cabalga entre la realidad y la ficción, entre la prosa cotidiana y la poética musical; una máxima expresión de este aserto es Garota do Ipanema, canción simple y poética tan fuerte, inspirada en un personaje real que caminando por la playa, al ser conjurada como musa inspiradora por la magia de Vinicius, pasa a ser la Garota de la canción, con mayúsculas, y no la real, la minúscula que camina por la playa; y a representarla en la realidad, si es que a este mundo de la fantasía y el espectáculo podemos llamarle realidad. ¡Hasta las caderas se vuelven imaginarias!



Es decir, toda buena canción tiene un drama, en el sentido originario, cuenta una historia: a veces una historia individual, otra que es la historia de muchos o apenas una anécdota insignificante pero que al relatarse, al cantarse, cobra vuelo.



Viene a cuento, en sentido estricto, con este libro de relatos cantados como boleros, o boleros contados como cuentos, es decir que hay que entrar a leerlo como el que escucha un disco, atendiendo la escritura sonora de la música, mientras se escuchan las palabras leídas, sabiendo que hay más variedad que unidad, a veces más tango o más corrido, otras más balada triste, otra que parece Eleonor Rigby, que cuenta varias historias pequeñas y cotidianas, pero con aire de tristeza y soledad, la de la mujer que recoge el arroz lanzado en la boda, o la del sacerdote que escribe un sermón que nadie va a escuchar: “¡Ha, look at all that lonely people”, cuentan los Beatles, “mira a toda esa gente solitaria”.



Y esa anécdota o historia se pregona, se recita, se canta y, en fin, se cuenta.



Los cantares de ciego, que aún recuerdo haber escuchado en vivo bajo un soportal, recova diríamos aquí, en un suburbio de Madrid, eran crónicas policiales, se pregonaban o cantaban, con acompañamiento de guitarra, de acuerdo a las artes del cronista, pregonero o cantor, y se imprimían en hojas que se vendían y pasaban de mano en mano. Las recuerdo de mi infancia, de mi mente invariable, la memoria, que diría Emiliano; porque venían de mucho más antiguo.



Y el compuesto paraguayo Mateo Gamarra puede ser un modelo veraz y terrible, que canta-narra una historia del crimen de una mujer celosa, que dicen que sucedió, que luego se hace canción, va al escenario y termina cerrando el círculo, en el crimen impensado y perfecto en la realidad, llegando al teatro, con el desenlace de la muerte del actor, de mano de la actriz, que representan sobre las tablas.



Algunos de los cantos-cuentos de César son épicos, como el del músico que pidió su última voluntad antes de ser fusilado, aunque el detonante no es sólo de boleros, sino de canciones populares que suenan a rebelión, a protestas a revoluciones heroicas y frustradas.



“Qué siga la función”, dice en una de las sentencias que redondean los cuentos, como en una estrofa final de la canción, “la vida es ilusión y los huesos percusión.”



Otros son cotidianamente insólitos, como el del embarazador “Sereno Canal”, que resuena a la Venecia sin ti. O absurdo como el que quiere reclamar a un tal Silvio los derechos del Unicornio Azúl, que “sueña que soñó que alguien, alguna vez, tasó su vida.”



En fin, como él mismo parafrasea a Gracián, “Es tan difícil decir la verdad como ocultarla.”



Y de eso se tratan los cuentos y las canciones y, desde luego, los boleros. Si no lo creen, pregúntenle a Armando Manzanero.



Anclando y desanclando



Y paso a la poesía: César es un poeta y un músico, y hasta tengo que decir que los dos oficios, en muchos casos, son el mismo; se trata de hacer ritmo que desde la sonoridad cambia la significación de las teclas que tocas, ya sea una palabra o una cuerda de guitarra o la caricia de una cuerda de violín; se trata de dar un significado profundo a una señal, a un signo, a un simple sonido que, siendo igual, se vuelve diferente a todos y crea una nueva significación, que se fuga para convertirse en un encanto; como el telegrafista de Manorá, que de acuerdo a como apretara las teclas del morse podía lanzar un mensaje de vida o de muerte en Moriencia.



Nadie sabe que César vive de la música, y no hablo del oficio cotidiano de ganarse el pan de cada día, el traje que le viste y la mansión que habita, para decirlo con la fuga de Antonio Machado.



La música es en secreto: para él, para sus amigos y para matar el curso del tiempo, diría Borges.



César es un trovador, un juglar, que no es posible saber si canta, si narra, si hace sonar las cuerdas, pero esta todo ahí. En Luna de Menta, que ya tenía cuatro poemas con el título anclaje, porque evidentemente el ancla es un signo que se clava en el fondo del mar profundo e inmenso y tiene arriba el cielo y al frente el horizonte infinito y, atrás, todos los puertos: La poesía en el estado más impuro y bello.



Lo escribe él mismo en el poemario Anclajes: “Las palabras fueron y serán siempre, para mí, preciosas anclas que detienen el asombro que huye…si ellas no lo retienen”

Y añado yo, siguiendo su fuga delirante, las palabras son anclas, pero no sólo porque detienen y sostienen el barco en el lugar del asombro y la maravillación, sino porque también se levan y liberan el vuelo, atajan y dejan volar las velas del asombro, las palabras mágicas, con anclas y con alas.





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