Pues claro que tengo anécdotas para contar de las mil noches que actué en locales nocturnos. Ahora me viene a la mente una velada en particular en que no fue en un escenario sino en una fiesta privada donde fui contratada para cantar.
De este modo hablaba Lorna Mills sentada en su sillón favorito, feliz que alguien se interesara en su vida. El hombre que la visitaba le dijo que estaba juntando vivencias de cantantes románticos para un libro. Mientras ella hablaba el hombre apuraba unos apuntes en una vieja libreta. A ella le brillaban los ojos del placer de la visita. No costaba imaginar que, en su juventud, había sido muy bella. Aún conservaba rasgos distinguidos y su forma de hablar como apoyando cada palabra con gestos, le quedaba, todavía, encantador.
Como le decía, me habían contratado para cantar pero ignoraba qué era lo que iban a celebrar. Acepté porque en aquellos días, eso se pagaba muy bien. La casa en cuestión era elegante y los muebles denotaban buen gusto, quizás hechos artesanalmente. Me presenté, había unos invitados diversos que se proponían despedir al dueño de casa que se iba a Europa a formar una familia. No se confunda, no era de esas fiestas bizarras que maltratan o le hacen hacer cosas ridículas al futuro marido. En aquellos tiempos no se usaba, además se trataba de gente distinguida que conversaban alegremente pero sin vociferar. Yo cantaría unas diez canciones de mis extenso repertorio. Descarté aquellas que hablaban de amores truncos o tristezas por ‘lo que no pudo ser’ ¿Me entiende? Canté con cierta inspiración porque el ambiente era muy propicio. A la tercer canción se me acercó el dueño de casa, un hombre joven y elegante, llevaba una flor en el ojal que se sacó y me la ofreció. Acepté para no disgustar al señor y continué cantando.
El hombre seguía escribiendo atentamente en su libreta mientras a intervalos se detenía para acomodarse las gafas que parecían escaparse de su delgado rostro. Ella estaba inspirada en su relato, al parecer le emocionaba contarlo.
De pronto, el hombre, golpeó las manos para llamar la atención a los invitados. Presentí un discurso tal vez, pero no, sencillamente dijo: ‘La fiesta terminó, gracias por venir’. Después del sorpresivo anuncio y el silencio posterior la gente comenzó a levantarse y se retiraron sin nada más preguntar. Yo quedé sola con mis dos músicos y me proponía abandonar el lugar pero me dijo ‘usted quédese, quiero escuchar las canciones que faltan’. Se sentó en una de las mesas y me miraba atentamente.
Cuando terminé mi repertorio sin que fuera interrumpido por algún aplauso, me dispuse a retirarme.
Venga siéntese en mi mesa, los músicos pueden cenar en aquel rincón. No hubo protestas porque todo lo que había se veía apetitoso y mucho.
Lorna contaba esta parte de la historia con cierta turbación y una enfermera se acercó para anunciarle que debía descansar. El escritor le preguntó si podía volver para terminar su historia y ella aceptó. Al día siguiente unos oídos atentos querían develar el misterio. Lorna retomó la historia.
Cenamos en silencio, él siempre mirándome con ojos de una no disimulada admiración. Estaba acostumbrada a que me miren, de modo que sabía esquivar esas inquietudes varoniles. Sin que se lo pidiera me confesó: ‘La fiesta terminó porque decidí que no viajaré a Europa a casarme, me quedaré en este país sólo para escuchar sus canciones. Tal vez un día…” Le disuadí, o traté de hacerlo, pero se ve que estaba convencido, le dije que muchas veces los arrebatos sentimenales conducen al abatimiento. La noche terminó sin inconveniente y con un respetuoso adiós. A partir de aquella velada fue que empecé a verlo frecuentar, lo encontraba todas las noches en una de las mesas del Tabaris, donde cantaba. Levantaba su copa de champagne a modo de saludo, creo que empezaba a darse cuenta que nada pasaría conmigo. Mi corazón era, es todavía, de piedra. Algún día le contaré por qué.
Después de varios meses de puntual asistencia, una noche ya no lo vi mas, pensé que habría retomado la sensatez de viajar a Europa para formar una familia. Le canté una canción a su mesa vacía aquella velada y sentí su ausencia. Justo ese día, como una señal de asentimiento, llevé la flor, bella aunque marchita, que me había regalado aquella vez. Nunca más lo vi.
El escritor levantó la vista y dejó sus apuntes. Los recuerdos son engranajes que se arman entre sí, dijo. Aquella noche se disponía a salir para escucharla y tuvo un accidente de automóvil, perdió la memoria. Era mi padre. No viajó a Europa, ella vino hacia él y la vida tomó su cauce normal. Pero él no sabía quien era y le atormentaba no poder alertar su mente, reactivarla en ese espacio que había perdido. En su lecho de muerte le llegó un milagro tardío, pues sus últimas palabras fueron `Lorna Mils’. Averigüé quién era usted y la vine a buscar. Me sorprendió que precisamente recordara esa anécdota en particular. Ella lo miró con interés…
Creo que me vino a la mente intuitivamente porque, ahora me doy cuenta, usted se le parece. Y ahora que lo observo sin las gafas, no sabe cuánto. Los dos se quedaron en silencio, cada cual con su recuerdo por separado, hasta que ella se quedó dormida en el sillón y él, para no turbar su sueño, se levantó y se fue.
César González Páez
Textos literarios, reflexiones y ensayos periodísticos de César González Páez. Comentarios sobre sus libros.
Palabras, palabras...
miércoles, 25 de agosto de 2010
martes, 10 de agosto de 2010
Y usted se preguntará…
¿Por qué escribimos, los que creemos estar atrincherados en la zona fronteriza de lucha entre la mentira y la verdad? Y si la veracidad es de alguien ¿quién reclamará el derecho de propiedad? Ese concepto, si uno lee un poco de historia, pasa de mano en mano, pasa y vuelve. Muchos escribimos parapetados del lado de la autenticidad, eso entendemos, pero… ¿quién nos ha reclutado y nos ha bendecido con el derecho a decir, no lo que nosotros queremos, sino lo que dicta la certeza? Supongo que es una inclinación humana sentir que la veracidad es un derecho muy importante si queremos una existencia digna. Guerras se han perdido por mala información, ideas que podrían haber generado el entendimiento entre todos, se han perdido a causa de aquellos que no sabían contarlas. Piense un poco ¿podría describir cómo es tal o cual perfume? ¿Podría contar el aroma de una manzana sin caer en la obligada estrategia de la comparación? Que no es igual al de naranja, ya lo sabemos, que es único, también. La tarea de describir y cómo contar una verdad es un oficio y de hacerlo bien, es un arte cuya cepa no abunda.
Muchos se mueven en el frágil terreno de los que son corruptos y se hacen pasar por honrados, honestos hombres de ley que cumplen con sus obligaciones y, si les queda un resquicio, pontifican acerca de lo que debe hacerse y lo que no. Hay que andar con mucho cuidado con esos notables cínicos que llevan años en el oficio del parecer.
No es que uno diga ‘soy periodista’ porque tiene trabajo en un medio de comunicación o porque se acostó a la sombra de un título universitario. Si se fijan bien no hay vestimenta para este oficio como el que usan los sacerdotes o los soldados y ‘uno sabe’ qué son y qué hacen. Sólo de vez en cuando uno los reconoce cuando, en los frentes de guerra o de disturbios, se los ve con una remera blanca con un escrito en la espalda que dice, simplemente, “Periodista. No dispare”.
Pienso que cronistas de nuestra vida, somos todos. Los que buscamos la veracidad en nuestra vida común, que nos digan siempre las cosas como son para saber qué hacer o qué decisión correcta tomar. Para oxigenación de nuestros actos debemos estar bien informados, aunque luego no volquemos en palabras lo que creemos es la autentica información. Otros abrazan ideales, como el que todos tenemos derecho a estar correctamente informados y que ‘alguien tiene que meterse en honduras’ para extirpar una corrupción, abrir cajas oscuras de mentiras; descubrir papeles comprometedores, que corren las cortinas de los que los que están empecinados en que los creamos decentes. Ese deseo de encontrar la verdad uno lo observa en la vida diaria, en parejas que se separan porque ella o él ‘me mintió’, hecho que genera desilusión. No reclaman otra cosa que autenticidad.
Y no vaya a creer en eso que hay medias verdades o apariencias tolerables: si uno piensa que va a encontrar la cristalina existencia con esos conceptos terminará por estrellarse en la decepción. Y usted se preguntará …¿Y quién eres tú, piensas que te vamos a creer todo lo que cuentas en tus crónicas? Pues hay medio trabajo en comunicar la verdad y es, justamente, que te crean. Bueno, para eso están las fuentes, las pruebas, las evidencias pero, sospecho, que debe ser trabajo del lector, el dueño de creer o no en lo que escribo, el que se ocupe de la otra mitad. La que completa la noticia y hace que alguien esté convencido que has contado cosas con fundamento y si te mantienes en esa línea hasta puedes ser considerado con el tiempo en un informador ‘creíble’, título honorífico que cuesta ganar. Leo con frecuencia que verdad puede ser sinónimo de ‘sinceridad”, de “realidad” y pariente cercana de “honestidad. Ahí puede usted encontrar algunas otras pistas para descubrir en qué consiste nuestro oficio. Escribimos porque estamos empecinados en pensar que la verdad es el único remedio que cura lo destartalado de la sociedad.
César González Páez
Muchos se mueven en el frágil terreno de los que son corruptos y se hacen pasar por honrados, honestos hombres de ley que cumplen con sus obligaciones y, si les queda un resquicio, pontifican acerca de lo que debe hacerse y lo que no. Hay que andar con mucho cuidado con esos notables cínicos que llevan años en el oficio del parecer.
No es que uno diga ‘soy periodista’ porque tiene trabajo en un medio de comunicación o porque se acostó a la sombra de un título universitario. Si se fijan bien no hay vestimenta para este oficio como el que usan los sacerdotes o los soldados y ‘uno sabe’ qué son y qué hacen. Sólo de vez en cuando uno los reconoce cuando, en los frentes de guerra o de disturbios, se los ve con una remera blanca con un escrito en la espalda que dice, simplemente, “Periodista. No dispare”.
Pienso que cronistas de nuestra vida, somos todos. Los que buscamos la veracidad en nuestra vida común, que nos digan siempre las cosas como son para saber qué hacer o qué decisión correcta tomar. Para oxigenación de nuestros actos debemos estar bien informados, aunque luego no volquemos en palabras lo que creemos es la autentica información. Otros abrazan ideales, como el que todos tenemos derecho a estar correctamente informados y que ‘alguien tiene que meterse en honduras’ para extirpar una corrupción, abrir cajas oscuras de mentiras; descubrir papeles comprometedores, que corren las cortinas de los que los que están empecinados en que los creamos decentes. Ese deseo de encontrar la verdad uno lo observa en la vida diaria, en parejas que se separan porque ella o él ‘me mintió’, hecho que genera desilusión. No reclaman otra cosa que autenticidad.
Y no vaya a creer en eso que hay medias verdades o apariencias tolerables: si uno piensa que va a encontrar la cristalina existencia con esos conceptos terminará por estrellarse en la decepción. Y usted se preguntará …¿Y quién eres tú, piensas que te vamos a creer todo lo que cuentas en tus crónicas? Pues hay medio trabajo en comunicar la verdad y es, justamente, que te crean. Bueno, para eso están las fuentes, las pruebas, las evidencias pero, sospecho, que debe ser trabajo del lector, el dueño de creer o no en lo que escribo, el que se ocupe de la otra mitad. La que completa la noticia y hace que alguien esté convencido que has contado cosas con fundamento y si te mantienes en esa línea hasta puedes ser considerado con el tiempo en un informador ‘creíble’, título honorífico que cuesta ganar. Leo con frecuencia que verdad puede ser sinónimo de ‘sinceridad”, de “realidad” y pariente cercana de “honestidad. Ahí puede usted encontrar algunas otras pistas para descubrir en qué consiste nuestro oficio. Escribimos porque estamos empecinados en pensar que la verdad es el único remedio que cura lo destartalado de la sociedad.
César González Páez
lunes, 2 de agosto de 2010
Alma mía
César González Páez
Fui, si mal no recuerdo, la primera cantante de boleros del Tabarís. Piensen que ese edificio, que hoy se viene abajo, fue en sus tiempos una joya arquitectónica. Muchos se contentaban con verlo de afuera, porque solamente la gente adinerada podía darse el lujo de gastar y permanecer en aquel prestigioso lugar.
Mi foto lucía en la entrada y mi nombre era todo un suceso “Lorna Mills”, todavía guardo uno de esos afiches ¡Si habré recibido flores! Hoy sólo las espero para mi entierro o, como a veces sueña toda mujer, en una propuesta de matrimonio que ya jamás recibiré.
Por entonces era la mimada de los cumplidos y cada noche recibía apasionadas proposiciones de romances, invitaciones a recorrer el mundo y ¿a cenar? ¡ni les cuento! Canté hasta bien entrados los setenta, me refiero a las décadas no a mi edad, soy joven todavía para morirme y mi repertorio está intacto.
Pero ¿saben? No encontré el amor. Descubrí, eso sí, charcos donde aplacar la sed; retazos de vida bohemia de fantasmas que se quedaban hasta el alba para adorar mis besos, pero a eso que llaman amor de verdad ¡jamás lo encontré!
Por entonces, hablo de su declinación, el Tabaris dejó de ser lo que era y se convirtió en un burdel elegante. Las que allí trabajaban, diosas de un país remoto, soñaban que merecían el amor y que el trabajo era sólo una excusa. Pero el alba las sorprendía sin el fogoso amante nocturno, ni migas de besos. Solo la paga generosa en la mesa y el adiós tácito.
Tal vez mi pasión verdadera fue, no digo uno, sino los cientos de boleros que canté, por suerte no caí en esos juegos traviesos. Aunque veladas embriagadas de perfume y vino chablis, no faltaron.
Ahora, permítanme, les voy a obsequiar una estrofa de mi canción preferida: “Alma mía, sola, siempre sola, sin que nadie sepa tu horrible padecer”.
Así camina por los pabellones, hablando sola para no volverse más loca como ella misma dice y entona estrofas como si ensayara para un concierto que sabe nunca se hará realidad. Las enfermeras, que ya la conocen, tratan de ignorarla. Si le prestan un poco de atención, ella retoma todo su repertorio y no acaba más.
Reconocen que pesar de ser tan extravagante canta muy bien. Tanto es así que cuando ella interpreta su canción favorita hasta las enfermeras que están a punto de jubilarse se creen con derecho a merecer un gran amor.
El eclipse de los años, nos va sembrando nostalgias y de eso hay para todos.
Fui, si mal no recuerdo, la primera cantante de boleros del Tabarís. Piensen que ese edificio, que hoy se viene abajo, fue en sus tiempos una joya arquitectónica. Muchos se contentaban con verlo de afuera, porque solamente la gente adinerada podía darse el lujo de gastar y permanecer en aquel prestigioso lugar.
Mi foto lucía en la entrada y mi nombre era todo un suceso “Lorna Mills”, todavía guardo uno de esos afiches ¡Si habré recibido flores! Hoy sólo las espero para mi entierro o, como a veces sueña toda mujer, en una propuesta de matrimonio que ya jamás recibiré.
Por entonces era la mimada de los cumplidos y cada noche recibía apasionadas proposiciones de romances, invitaciones a recorrer el mundo y ¿a cenar? ¡ni les cuento! Canté hasta bien entrados los setenta, me refiero a las décadas no a mi edad, soy joven todavía para morirme y mi repertorio está intacto.
Pero ¿saben? No encontré el amor. Descubrí, eso sí, charcos donde aplacar la sed; retazos de vida bohemia de fantasmas que se quedaban hasta el alba para adorar mis besos, pero a eso que llaman amor de verdad ¡jamás lo encontré!
Por entonces, hablo de su declinación, el Tabaris dejó de ser lo que era y se convirtió en un burdel elegante. Las que allí trabajaban, diosas de un país remoto, soñaban que merecían el amor y que el trabajo era sólo una excusa. Pero el alba las sorprendía sin el fogoso amante nocturno, ni migas de besos. Solo la paga generosa en la mesa y el adiós tácito.
Tal vez mi pasión verdadera fue, no digo uno, sino los cientos de boleros que canté, por suerte no caí en esos juegos traviesos. Aunque veladas embriagadas de perfume y vino chablis, no faltaron.
Ahora, permítanme, les voy a obsequiar una estrofa de mi canción preferida: “Alma mía, sola, siempre sola, sin que nadie sepa tu horrible padecer”.
Así camina por los pabellones, hablando sola para no volverse más loca como ella misma dice y entona estrofas como si ensayara para un concierto que sabe nunca se hará realidad. Las enfermeras, que ya la conocen, tratan de ignorarla. Si le prestan un poco de atención, ella retoma todo su repertorio y no acaba más.
Reconocen que pesar de ser tan extravagante canta muy bien. Tanto es así que cuando ella interpreta su canción favorita hasta las enfermeras que están a punto de jubilarse se creen con derecho a merecer un gran amor.
El eclipse de los años, nos va sembrando nostalgias y de eso hay para todos.
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