Postales añejas
Hay anécdotas que nos suceden en la vida y nunca las contamos, a veces
nos animamos en rueda de amigos, pero a ellos todo les entra por un oído y les
sale por el otro. Cuando nos reunimos los viernes en el bar todo parece ser un
campeonato para ver quién cuenta la mentira más grande, quién es el que
conquistó a la más linda y cosas por el estilo. Es que competimos y el
resultado es evidente: nadie escucha al prójimo.
Como el campo de las letras permite este remanso, este agradable rincón
donde las palabras se deslizan en curso legal, es que me tomo la libertad de
entretenerlos un poco con mi historia.
Dejo constancia de estos hechos porque ya estoy viejo y, ya saben, las
palabras no garabateadas o dichas se van con nosotros y el olvido es un eficiente paño que destiñe todo.
Esto que voy a contar me ocurrió realmente y tiene que ver con mis días
como redactor de La Tribuna, por aquellos entonces ni soñábamos con el
ordenador, trabajábamos con la invalorable Olivetti y las Remington, si
supieran de qué manera esta última marca me hace recordar a armas de grueso
calibre. Por entonces apuntábamos una opinión y caía certeramente nuestra
presa. Teníamos “ética”, un término que siempre está pidiendo permiso para
instalarse en la sociedad. Por aquellos días también.
Mi trabajo era completamente rutinario pero muy entretenido, manejaba
una sección que se ocupaba de asuntos sociales de antaño. Aquellas viejas veladas eran recordadas. especialmente por los sobrevivientes.
Buscaba eventos de fechas antiguas pero que coincidían con las actuales
y comentaba lo que ocurría hace exactamente cincuenta años atrás. Cronicaba tal
o cual espectáculo de aquellos días en Asunción, que se me imaginaba muy
románticos.
Leyendo viejas crónicas me encontré con una nota muy tierna que hablaba
de dos niñas que se presentaban en el Teatro Municipal, centenario templo
cultural que hoy está tristemente clausurado.
Como les decía, la nota hablaba de dos pequeñas que darían un recital de
danza, Vera y Emilce, bailarían danzas españolas y cantarían un par de boleros,
según el programa "Rayito de luna" y "Por el camino verde".
Una foto aparecía mostrando a las dos precoces artistas.
Pensé cómo se verían en estos días, seguramente ya serían mujeres
adultas o probablemente habrían muerto o
... Se me ocurrieron miles de posibilidades. La nota señalaba que la función
era a beneficio de la Asociación del Perpetuo Socorro. Hoy en extinción ya que
nada es perenne y menos una dádiva.
Escribí la nota y alguien me llamó para entregarme un recado urgente. No
recuerdo si era para anunciar un baile o una avant premiere. Cuando volví a mi
escritorio, el artículo que había redactado no estaba en mi máquina, había desaparecido pero no me precupé porque
me quedaba un día más para la publicación de la nota. Ya la encontraría
seguramente en las carpetas.
Al día siguiente casi me da un infarto, el jefe de redacción había levantado mi escrito
para publicar. ¡Como si el evento fuera a ocurrir en la fecha !. No se dio cuenta que era para
mi columna “Postales añejas”. Esto me va a costar el empleo. me dije. La
noticia apareció para colmo en un lugar destacado. El duende del despido,
comenzó a palmearme la espalda.
Ya no se podía cambiar la noticia, de modo que me armé de valor y me concentré,
debía estar a la hora señalada en el Municipal para explicarles a los probables
asistentes que había sido un lamentable error. Inventé miles de excusas y al
final decidí que lo mejor era decirles la verdad.
Cuando llegué al teatro me encontré con una fila enorme de gente que
esperaban para adquirir su entrada. Me puse más pálido que un fantasma sin
nadie a quien asustar, pero luego me sobresaltó el hecho que ¡se estaban
vendiendo las entradas!
Me puse en la fila, compré un boleto y entré muy avergonzado al recinto.
¿Que pasaría cuando la gente se diera cuenta que todo era
producto de una equivocación. Señores, anoten esto, se hizo un silencio
respetuoso y ¡comenzó la función! Las hermanitas “Vera y Emilce” dieron su
espectáculo matizado con esas equivocaciones que quedan tan encantadoras cuando
los niños se suben a un escenario.
Estaba a punto de recordar el número telefónico de un siquiatra amigo,
porque estos hechos no encajaban en mi sentido de la realidad, cuando de pronto
aparecieron en el escenario dos simpáticas abuelas. “Hoy estamos aquí gracias a
una hermosa equivocación, cuando leímos que actuábamos esta noche, no lo
pensamos dos veces, llamamos a nuestras nietas, les pusimos nuestros trajes de
entonces y, gracias a
ellas, recuperamos un sueño infantil”, dijo una de ellas.
- Cómo me gustaría felicitar al periodista de “Postales añejas” por esta
ocurrencia tan estupenda- dijo la otra anciana-. Nos ha regalado un día de
nuestra infancia. ¿Se encuentra en la sala?
Vasto silencio.
Ni loco me iba a presentar luego del estres que junté durante todo el
día. El espectáculo continuó con las verdaderas protagonistas de hace cincuenta
años, que no eran tan buenas bailarinas como animadoras. Nos hicieron reír con
sus ocurrencias. Nos regalaron fragantes retazos de entusiasmo y vitalidad,
cantaron ese hermoso bolero que dice "Que importa saber quién soy..".
La velada fue todo un éxito, las abuelas juntaron varias canastas de
aplausos, de un público ávido por ver cosas diferentes y al final todos quedaron
satisfechos. Bueno, pensé, no me fue del todo mal, un error no significa
equivocar el camino., pero cuando salí del teatro sentí que tenía que comenzar
a preocuparme. Me esperaba un carruaje tirado por cuatro caballos, su conductor
me sonreía mientras sostenía un farol. Las calles eran de tierra y la noche
oscura, como una emboscada.
Es una verdad incuestionable
la que dice que hasta en el absurdo hay un orden.
(Del libro Sombra de boleros, ED. Servilibro)
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