Motivado por los días de compras de útiles escolares, de todos los materiales que se ofrecen, tiene para mí un significado especial el sencillo cuaderno. Esas hojas, cuadriculadas o rayadas, donde aprendí a dibujar las primeras letras y con el correr del tiempo mis primeros pensamientos y sentimientos ocupan un lugar especial en las estanterías del alma. En el “almario”, como escribió una vez el cantautor argentino Alberto Cortéz. Pienso en los cuadernos de antaño, los de ocho hojas ¿se acuerdan? Los ambiciosos ejemplares de cien páginas, esos también, que uno esperaba llenar con la mayor prolijidad posible. Esas hojas por llenar me hacen pensar en cada día de la vida que vivimos, en este cuaderno que es la existencia que tratamos de justificar. Algunos borrones y manchas involuntarias son inevitables y a medida que uno avanza las páginas de cada día, se deterioran, como se suelen estropear muchos sueños que no podemos concretar.
Cuando se adquiere un cuaderno se compran, deberían pensarlo, ideas en blanco para llenar. Ya no voy a la escuela, pero sigo en el aula de la vida, cada año compro un cuaderno para anotar las ideas, proyectos y, en ese orden, inventariar los sueños y los sentimientos. Por tal motivo se comprenderá por qué siento un afecto especial por este cuaderno escolar, que me permite un cielo en blanco para dibujar, desde una nube hasta anotar algún acierto o desvarío. Páginas que no me exigen nada más que el entusiasmo del manuscrito que hoy se practica poco, porque la gente prefiere los teclados a los laboriosos lápices. La vida para mí es ese cuaderno, un testimonio de lo que soy y esperara que, quien lo lea, con permiso o no, comparta un rato nuestras ideas en formato de escritura. No puedo dejar de pensar en los niños propietarios de nuevos cuadernos, que llenarán con los asombros que vayan sumando en la escuela. Son inocentes principiantes del mundo, como los fuimos todos y los tropiezos propios de las primeras letras. Pero no nos pongamos nostálgicos con el pasado escolar que vivimos. Incluso en el presente estamos aprendiendo, en este Bicentenario. que la historia tiene mucho que enseñarnos y que se deberán o deberían llenar muchos cuadernos con descubrimientos del pasado, derrotas y valentías olvidadas, aciertos y protagonismos no reconocidos.
No hace mucho se editó en España un cuaderno en que el poeta español Antonio Machado, llenaba con pulcra letra. Eran poemas que le dictaba su alma y sólo fueron descubiertos y publicados después de su muerte. En las fotografías de cada página, porque la edición es facsímil, se puede ver el curso de su pensamiento, el título subrayado y sin tachas. Como si ese poemario estuviese destinado a quedar en el formato del cuaderno. Por su parte, el escritor argentino Jorge Luis Borges, con su diminuta letra, estampaba sus versos en un cuaderno, un poemario al que tituló “Cuaderno San Martín” (1929), no era otra cosa que la marca de ese producto. Un homenaje a los cuadernos infantiles que eran muy populares por entonces y que él llenó con poemas inolvidables. Sé que tiene otros nombres y estos devienen del uso que uno le da, por ejemplo agenda, bloc, cartapacio, cartilla, fascículo, folleto, libreta, mamotreto o protocolo. La Real Academia de la Lengua Española lo define como: libro pequeño o conjunto de papel en que se lleva la cuenta y razón, o en que se escriben algunas noticias, ordenanzas o instrucciones.
Pero volviendo al presente, puedo decir que tengo un cuaderno y una responsabilidad, llenarlo aunque no sepa bien el argumento, como muchos no sabemos qué sucederá mañana. Como todas las cosas de la vida, sabemos como empiezan, pero no sabemos cómo terminan. El dichoso libreto de existir.
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