Palabras, palabras...

Palabras, palabras...
Dibujo; César González Páez.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Desencuentros

Pues claro que tengo anécdotas para contar de las mil noches que actué en locales nocturnos. Ahora me viene a la mente una velada en particular en que no fue en un escenario sino en una fiesta privada donde fui contratada para cantar.
De este modo hablaba Lorna Mills sentada en su sillón favorito, feliz que alguien se interesara en su vida. El hombre que la visitaba le dijo que estaba juntando vivencias de cantantes románticos para un libro. Mientras ella hablaba el hombre apuraba unos apuntes en una vieja libreta. A ella le brillaban los ojos del placer de la visita. No costaba imaginar que, en su juventud, había sido muy bella. Aún conservaba rasgos distinguidos y su forma de hablar como apoyando cada palabra con gestos, le quedaba, todavía, encantador.
Como le decía, me habían contratado para cantar pero ignoraba qué era lo que iban a celebrar. Acepté porque en aquellos días, eso se pagaba muy bien. La casa en cuestión era elegante y los muebles denotaban buen gusto, quizás hechos artesanalmente. Me presenté, había unos invitados diversos que se proponían despedir al dueño de casa que se iba a Europa a formar una familia. No se confunda, no era de esas fiestas bizarras que maltratan o le hacen hacer cosas ridículas al futuro marido. En aquellos tiempos no se usaba, además se trataba de gente distinguida que conversaban alegremente pero sin vociferar. Yo cantaría unas diez canciones de mis extenso repertorio. Descarté aquellas que hablaban de amores truncos o tristezas por ‘lo que no pudo ser’ ¿Me entiende? Canté con cierta inspiración porque el ambiente era muy propicio. A la tercer canción se me acercó el dueño de casa, un hombre joven y elegante, llevaba una flor en el ojal que se sacó y me la ofreció. Acepté para no disgustar al señor y continué cantando.
El hombre seguía escribiendo atentamente en su libreta mientras a intervalos se detenía para acomodarse las gafas que parecían escaparse de su delgado rostro. Ella estaba inspirada en su relato, al parecer le emocionaba contarlo.

De pronto, el hombre, golpeó las manos para llamar la atención a los invitados. Presentí un discurso tal vez, pero no, sencillamente dijo: ‘La fiesta terminó, gracias por venir’. Después del sorpresivo anuncio y el silencio posterior la gente comenzó a levantarse y se retiraron sin nada más preguntar. Yo quedé sola con mis dos músicos y me proponía abandonar el lugar pero me dijo ‘usted quédese, quiero escuchar las canciones que faltan’. Se sentó en una de las mesas y me miraba atentamente.
Cuando terminé mi repertorio sin que fuera interrumpido por algún aplauso, me dispuse a retirarme.
Venga siéntese en mi mesa, los músicos pueden cenar en aquel rincón. No hubo protestas porque todo lo que había se veía apetitoso y mucho.
Lorna contaba esta parte de la historia con cierta turbación y una enfermera se acercó para anunciarle que debía descansar. El escritor le preguntó si podía volver para terminar su historia y ella aceptó. Al día siguiente unos oídos atentos querían develar el misterio. Lorna retomó la historia.
Cenamos en silencio, él siempre mirándome con ojos de una no disimulada admiración. Estaba acostumbrada a que me miren, de modo que sabía esquivar esas inquietudes varoniles. Sin que se lo pidiera me confesó: ‘La fiesta terminó porque decidí que no viajaré a Europa a casarme, me quedaré en este país sólo para escuchar sus canciones. Tal vez un día…” Le disuadí, o traté de hacerlo, pero se ve que estaba convencido, le dije que muchas veces los arrebatos sentimenales conducen al abatimiento. La noche terminó sin inconveniente y con un respetuoso adiós. A partir de aquella velada fue que empecé a verlo frecuentar, lo encontraba todas las noches en una de las mesas del Tabaris, donde cantaba. Levantaba su copa de champagne a modo de saludo, creo que empezaba a darse cuenta que nada pasaría conmigo. Mi corazón era, es todavía, de piedra. Algún día le contaré por qué.
Después de varios meses de puntual asistencia, una noche ya no lo vi mas, pensé que habría retomado la sensatez de viajar a Europa para formar una familia. Le canté una canción a su mesa vacía aquella velada y sentí su ausencia. Justo ese día, como una señal de asentimiento, llevé la flor, bella aunque marchita, que me había regalado aquella vez. Nunca más lo vi.
El escritor levantó la vista y dejó sus apuntes. Los recuerdos son engranajes que se arman entre sí, dijo. Aquella noche se disponía a salir para escucharla y tuvo un accidente de automóvil, perdió la memoria. Era mi padre. No viajó a Europa, ella vino hacia él y la vida tomó su cauce normal. Pero él no sabía quien era y le atormentaba no poder alertar su mente, reactivarla en ese espacio que había perdido. En su lecho de muerte le llegó un milagro tardío, pues sus últimas palabras fueron `Lorna Mils’. Averigüé quién era usted y la vine a buscar. Me sorprendió que precisamente recordara esa anécdota en particular. Ella lo miró con interés…
Creo que me vino a la mente intuitivamente porque, ahora me doy cuenta, usted se le parece. Y ahora que lo observo sin las gafas, no sabe cuánto. Los dos se quedaron en silencio, cada cual con su recuerdo por separado, hasta que ella se quedó dormida en el sillón y él, para no turbar su sueño, se levantó y se fue.



César González Páez

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