Palabras, palabras...

Palabras, palabras...
Dibujo; César González Páez.

martes, 19 de junio de 2012

Posiblemente sea verdad...






Las leyendas suelen contarnos hechos que nos ayudan a superarnos como este ejemplo, de gente que se libera poco a poco de las cosas terrenales, con la idea que nada nos llevamos de este mundo cuando la canción de la vida termina. Lo cual no deja de ser una infalible verdad.


Como la memoria se me extravía en el tiempo, esta anécdota podría ser de origen árabe, chino o japonés, pero sé que es oriental. Donde, al parecer abundaban monjes errantes que, con esa concepción de la vida: ‘Que nada material hay detrás de esa cortina que llamamos existencia’, no servía de nada acumular fortunas. Por eso, en sus peregrinajes, se iban desprendiendo de las pertenencias materiales, a las que consideraban inútiles.


Esta quimera habla de un monje que seguía esa filosofía y al que solo le quedaba, atado al cinturón, su jarro como única pertenencia. Era su orgullo el pensar, que ni siquiera perder ese cuenco, cambiaría su vida, ni sentiría pesar por ello. Como una clara evidencia que había llegado a superar la principal debilidad de la humanidad, que era acumular tesoros, se acercaba a un estado superior al común de los hombres


Al llegar a un río observó detenidamente a un hombre humilde que bebía agua haciendo un hueco con su mano, ellas le servían de recipiente natural para saciar su sed. No lo pensó dos veces e inmediatamente el monje comprendió que llevaba en su cintura un objeto inútil, la taza. Por tal motivo la tiró a un profundo pozo. Ahora sí se sentía completamente liberado de los objetos terrenales. Era libre porque nada material le ataba a este mundo y, que más se podía pedir…


Un poco más allá, al llegar a un templo, el ermitaño vio que el hombre humilde, que antes había visto beber agua en el río, resulta que sí tenía una taza. Y advirtió que había muchos hambrientos esperando con su pocillo en mano, un caldo caliente y sabroso que daban al mediodia los religiosos a los vagabundos.


El errante extrañó su cuenco y ese día se quedó sin comer, por no tener la taza que él menospreció. Sus manos se escaldarían con la sopa caliente. Y advirtió, sólo entonces lo supo, que hay que desprenderse de las cosas de este mundo pero no de las esenciales que animan la subsistencia.


Dicen que comenzó a trabajar en una herrería con la finalidad de ganar ese dinero que le permitiría comprar una taza. Cuando lo logró y volvió por una ración, el templo se había convertido en un centro comercial, y se cobraba por todo lo que se daba. Presuroso, descubrió que no podría sobrevivir sin dinero y, por tal motivo, volvió a la herrería antes que lo despidieran. La moraleja es simple: Somos tan humanos que, a veces, las teorías se nos vienen abajo con el temporal de la realidad.




                                                                                                                                        César.




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