Palabras, palabras...

Palabras, palabras...
Dibujo; César González Páez.

lunes, 21 de junio de 2010

El aula de la vida

César González Páez
cesarpaez@uhora.com.com

Si usted piensa que habiendo recorrido los tres períodos de la enseñanza, y habiéndose recibido con altos puntajes, ya se abandonan las aulas, está equivocado. El español Pablo Casals, ya muy anciano seguía ensayando con su violoncello, tratando de sacar una melodía más perfecta. Cuentan que quienes lo observaban en ese empeño, le preguntaron por qué seguía practicando si dominaba plenamente el instrumento, a lo que él respondía: “Porque creo que todavía puedo aprender algo” . Era un ser humano inagotable, tenía noventa y siete años cuando murió aquel nefasto 1973, conocido como el año que se llevó los tres Pablos: Casals, Picasso y Neruda. El violoncelista a pesar de su edad todavía tenía algo que buscar dentro de sí mismo para perfeccionarse más.
Y otro recién bajado del tramo de la vida, el luso José Saramago, con ochenta y siete años, seguía buscando las mejores palabras en el mejor orden. Tenía todavía brillantes ideas para escribir. Sorprendió a muchos en su discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1998 cuando dijo: “El hombre más sabio que he conocido no sabía ni leer ni escribir”, se refería a su abuelo. De esos que aprenden en el aula de la vida, que te enseña de todo, el sacrificio, la entereza y la honestidad en la humildad. Que te enseña a valorar una alegría ganada tras el esfuerzo y a ser sensato. El paisaje, las costumbres, los buenos y malos momentos, un aula silvestre para aprender a superar los conflictos que a todo ser humano le llega en algún momento de su vida, tal vez le hayan ayudado a ser sabio sin saberlo.
Saramago dijo también un secreto: “La vejez empieza cuando se pierde la curiosidad”. Jorge Luis Borges, a su avanzada edad, arropó este concepto: “No pierdo todavía el asombro”: El hecho de asombrarnos y de sentir curiosidad por las cosas, reales e intangibles, de este mundo, es lo que nos pone en movimiento para encontrarle un sentido a la vida, y eso no se hace sino considerando y darnos cuenta, que no importa lo que hayamos aprendido en las escuelas, sino que estamos de aprendices en esa aula invisible que es la vida. Cuya única promoción que conoce son los que se van de este mundo y dejan su legado para los sobrevivientes.
La curiosidad sana, el asombro estimulado por la inocencia de que todo merece un poco de atención, nos hará comprender que no hay cosas nimias sino carátulas que nosotros le ponemos a las cosas según nuestro interés.
Un grano de saber no hace granero pero ayuda a su compañero, podríamos decir que cada asombro nos conduce a otro y así va tejiendo el sentido de nuestra existencia: debemos creer, como Casals, que todavía podemos aprender algo. Que no está todo hecho, ni planificado de tal modo que no admita una revisión. Los profesores se pasan año a año haciendo las mismas preguntas, que no es repetirse, porque las que cambian son las respuestas. Es ese cambio constante que hace mejor la tecnología, la filosofía y las artes. Aunque haya errores, que son otros maestros del aula invisible de la vida, porque si no aprendemos de los errores, ellos se quedan con nosotros haciéndonos amable compañía el tiempo que haga falta, hasta que nos demos cuenta. Por suerte no todo está hecho, ni pensado, todavía hay melodías no escritas, cuadros bellos no pintados, amores no vividos, discursos correctos no pronunciados, todavía hay políticos nobles sin usar, democracias que entender y tecnologías del confort sin resolver. El misterio de la vida en sí mismo es otro desafío para generar interés y asombro.
De modo que no piense que se abandonan las aulas por lucir un diploma en la pared, siéntase mejor como un aprendiz del porvenir.

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